El principio es tan evidente como un axioma: la capacidad corruptora del poder alcanza incluso a los dioses. Y eso lo saben muy bien los magos y elfos, que se niegan a aceptar el anillo del poder que les ofrece Frodo, el hobbit. Un anillo que hay que destruir cueste lo que cueste, ya que, de no hacerlo, de conservarlo o de permitir que lo recupere Sauron, el Señor de la Oscuridad , los habitantes de la Tierra Media corren el peligro de dejar de ser libres. Porque el poder es el mal. Ese riesgo apocalíptico de perder la libertad, de verse obligados a abandonar el modo de vida que tanto les gusta, impulsa a Frodo y a sus camaradas a emprender, si bien de mala gana, la gran aventura que relata Tolkien: una guerra abierta, en la que la emoción de la lucha, el interés por lo incierto del desenlace impiden escapar a la magia de la novela.
Epopeya imaginaria, pero espectacular, “El señor de los anillos” es todo un universo, con mitología y lenguaje propios, donde lo siniestro y lo heroico alternan, mientras se combaten encarnizadamente el Bien y el Mal, en un eterno conflicto que, para Savater, adopta en esta trilogía la forma de: “el capricho Liberio más logrado de los últimos cincuenta años”.
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